Molly Weber, Dubuque, Iowa USA
Traducido por Eva Marsal, Barcelona, España.
Yo tenía ocho años cuando nació mi hermana pequeña y recuerdo vívidamente estar consternada porque mi madre la amamantaba. Era asqueroso, extraño, y, desde la perspectiva de una niña de ocho años, algo que, francamente, requería demasiado tiempo y atención de mi madre –tiempo y atención que no me estaba dando a mí-.
Dieciocho años más tarde, mi hijo nació cinco semanas antes de lo previsto. Cuando se llevaron a mi bebé a la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales (UCIN), me trajeron un extractor. La asesora de lactancia me ayudó a colocarme todas esas piezas extrañas y se llevó 30 preciados mililitros de calostro a la UCIN para que mi hijo comiera. Con el paso de las horas, me di cuenta de que era la única mamá de toda la unidad que no tenía a su bebé en la habitación. Extraerme leche era la única cosa que podía hacer por mi hijo recién nacido, al que deseaba cuidar desesperadamente.
Como le monitorizaban constantemente el azúcar en sangre y el peso, y contaban los mililitros obsesivamente, yo no hacía más que extraerme leche. Cuando mi precioso bebé finalmente pudo venir a casa (con la advertencia de que si no ganaba peso, sería ingresado de nuevo en la UCIN), yo no paraba de extraerme leche y obsesionarme con cada pequeña gota que conseguía que llegara a su barriga. Durante su primer año de vida, estuve así de obsesionada. Odiaba el extractor, odiaba el poder que le permitía a la balanza tener sobre mí, y odiaba no ser capaz de darme la libertad de ponerme a mi hijo al pecho porque de esa manera no podría saber lo que comía exactamente.
Del biberón al pecho
Dieciocho meses después de mi primer día como madre, di a luz a mi segundo hijo. Llegó una semana antes de lo previsto. Esta vez, se quedó conmigo en la habitación. Me entró un poco el pánico cuando la asesora de lactancia me sugirió que intentara ponérmelo al pecho. ¿Cómo iba a saber que realmente estuviera comiendo? Por suerte, se prendió de inmediato al pecho y, por lo que parece, no tuvo la necesidad de desengancharse durante los siguientes tres meses.
Tengo un recuerdo borroso de esas horas, días, semanas y meses. Liam tiene ahora ocho meses y prefiere la leche materna a cualquier otro alimento. Tiene una sonrisa de oreja a oreja, le encanta ver a su hermano mayor haciendo cualquier cosa, y realmente es uno de los bebés más dulces y felices del mundo.
Liam tiene ahora ocho meses y prefiere la leche materna a cualquier otro alimento.
La gente me pregunta a diario si Liam dormiría mejor si tomara leche de fórmula o comiera otros alimentos. ¿Por qué debería hacerlo? Me preguntan cuánto tiempo pretendo “aguantar esto”. ¡Tanto como pueda, espero! La verdad es que me encanta ser madre. Me encanta ser la persona que les ha dado a mis hijos el alimento necesario para su supervivencia.
Los minutos, las horas, los días, los gramos y los mililitros han valido todos la pena por estos preciosos momentos.